miércoles, 23 de marzo de 2022

 Aunque no lo parezca


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viernes, 16 de abril de 2021

Miedo al miedo

“El hombre que tiene miedo sin peligro, inventa el peligro para justificar su miedo.”

Émile Chartier, “Alain”. Filósofo y ensayista francés (1868-1951)


Y es que no hay nada más peligroso, y a la vez más intelectualmente cómodo, que el miedo.

Se trata de una emoción caracterizada por la angustia por un riesgo o daño real o imaginario (Diccionario de la Real Academia Española).

No me atrevería yo a poner en duda la realidad de la angustia sentida, generada por un potencial riesgo que responde a causas objetivas. Pero sí me permito advertir sobre los riesgos imaginados.

Y digo imaginados porque no me refiero a peligros o riesgos que tengan en si mismos la cualidad de no pertenecer al ámbito de lo real, sino que ese atributo (la "imaginariedad", por inventar un término) es algo que nosotros como sujetos ponemos en las cosas.

Para aclararlo un poco más: lo que quiero decir es que no hay miedos objetivos, sino que todo miedo, en tanto emoción, es siempre subjetivo.

Aclarado (¿aclarado?) esto, volvamos al comienzo.

No hay nada más peligroso y a la vez más intelectualmente cómodo que el miedo. 

Peligroso porque sus efectos son bidireccionales: tanto pueden llevarnos a la paralización de la acción, a la inacción, como empujarnos a desarrollar conductas irracionales e irreflexivas.

Intelectualmente cómodo, porque puede ser utilizado como justificación de posiciones de pensamiento que no se exigen a si mismas ninguna otra fundamentación más que el propio miedo.

¿Cómo combatirlo? Con datos, que se suponen siempre objetivos. No son garantía, pero arrojan luz.

Los datos: la probabilidad de padecer trombos en individuos vacunados contra la COVID-19 se sitúa en una media del 0,0001% o, lo que es lo mismo, de 1 caso de trombosis letal por cada 1.000.000 de dosis administradas. Dejo para el lector la comparación con otros fenómenos a los que estamos cotidianamente expuestos.

Hay riesgo en la vacunación. Hay riesgo en circular en coche por las carreteras. Hay riesgo al viajar en avión. Hay riesgo, en definitiva, en vivir. Desde que nacemos estamos expuestos a todo tipo de riesgos, pero eso no nos lleva a elegir no vivir frente a vivir.

Se me dirá: "Ya, pero estamos hablando de poner en riesgo (ínfimo, pero riesgo) a personas sanas". Cierto. Cojamos otro camino.

Si leemos el prospecto de cualquier medicamento de los que utilizamos habitualmente sin receta médica y la mayor parte de las veces sin darle mayor trascendencia, veremos que se califican como:

- Efectos adversos frecuentes (observados entre 1 y 10 de cada 100 personas)

- Efectos adversos poco frecuentes (observados entre 1 y 100 de cada 1.000 personas)

Conclusión: en el peor de los casos, estamos hablando de una probabilidad de efectos adversos de 0,1%. Ahora lean esos efectos adversos. ¿Ya? Pues saquen conclusiones y decidan.

A los negacionistas de la pandemia y a los "antivacunas" no pienso ni dirigirme, pues los argumentos se dirigen a la inteligencia abierta, no al "postureo" recalcitrante. 




martes, 13 de diciembre de 2016

¡Qué listos son estos tíos!

Leo la noticia y, por supuesto, se me salen los ojos de las órbitas y el cerebro de su carcasa...
Reunidas las grandes mentes pensantes de la economía mundial, tras arduas horas de investigación y reflexión, llegan a la conclusión de que para reducir el déficit, lo mejor que podemos hacer es subir impuestos y gastar menos. ¡Ole!
Yo no soy economista (¡vade retro, Satanás!), ni experto en nada importante y trascendental para la humanidad, pero a esa solución ya podía haber llegado yo sin despeinarme y sin dedicarme a pensar más allá de lo que lo hago cuando me siento a reflexionar en el rincón más íntimo de mi casa...
Claro que ellos incluyen ciertas puntualizaciones que a mí no se me hubieran ocurrido.
Por ejemplo, sugieren subir los tipos reducidos del I.V.A. Claro, así la cosa será menos gravosa para los que más tienen: todos iguales, a pagar lo mismo. ¡Vive l'Egalité!
Así, "el Fondo considera que la carga tributaria se trasladaría más sobre el consumo que sobre el trabajo". Lo normal. A los que tienen trabajo ya bastante tienen con tener que madrugar, soportar a un jefe/a, cumplir un horario,... Además, tampoco son tantos. Mejor sobre el consumo, que ahí nos vemos todos. Lo que ocurre es que si bien todos necesitamos consumir un mínimo, también es cierto que hay un techo más allá del cual el consumo se convierte en vicio, por lo que incluso quien más puede consumir, no sobrepasará ese límite en condiciones normales.
Pero es que, además, sugieren una revisión del gasto en Sanidad y Educación, servicios a todas luces prescindibles. En concreto, "el gasto en sanidad suele experimentar una fuerte tendencia al alza debido al envejecimiento de la población y el uso de nuevas tecnologías más caras". O sea, que habrá que ver cómo solucionamos el problema del envejecimiento de la población (Hitler tendría clara la medida a tomar) y además tanto análisis, tanta radiografía, que si trasplantes,... ¡Coño! Habiendo tiritas, betadine e ibuprofeno, ¿para qué hace falta lo demás? Gasto superfluo.
Por otra parte, constata que haya un uso tal vez demasiado extendido de la contratación temporal en este nuestro país. Por lo que la solución pasa por "una reforma laboral que haga que los contratos indefinidos sean más atractivos para los trabajadores, que ofrezca mayor seguridad jurídica a las empresas en materia de despido y que permita una mayor flexibilidad en las condiciones de trabajo". Y como yo, repito, no soy economista, esto ya no lo entiendo. O lo entiendo mal. Eso, seguro. Porque la contratación indefinida a quien hay que hacérsela atractiva es al empleador, no al trabajador que, salvo error u omisión, prefiere un trabajo indefinido a uno temporal. No me imagino yo el siguiente diálogo:

- Si se une a nuestra compañía, le ofrecemos un contrato indefinido.
- Quite, quite. ¿Está usted loco? A mí hágame un contrato eventual, temporal y, a poder ser, mal pagado.

Y eso hay que hacerlo compatible con mayor seguridad en materia de despido, porque ya se sabe que las empresas contratan pensando en el despido, no en el trabajo, cosa que nunca entenderé. Cuando yo contrato un servicio, cuento con que seré servido, no con que tendré que prescindir de quien me lo ofrece porque no me lo proporciona... En fin, esquizofrénico.
Y lo de la flexibilidad en las condiciones de trabajo, eso ya ni me paro a pensarlo con vistas a poder mantener mi tensión arterial dentro de sus sanos límites.

En fin, y más cosas. Pero ya me aburren... o cabrean. Porque a todo esto, estas maravillosas recomendaciones proceden de un organismo que  en su momento manifestó su plena confianza en su directora, quien anteriormente había sido ministra de su país, la France, y en el desempeño de su función como tal tuvo sus cosillas...

Estas y otras cosas por el estilo son las que hacen que pueda seguir preguntándome: pero, ¿en qué mundo vivimos?

jueves, 22 de septiembre de 2016

jueves, 25 de febrero de 2016

Esos locos fanáticos


Viene a cuento la cita de Diderot (uno de los padres de la gran Enciclopedia francesa del s. XVIII) porque de un tiempo a esta parte, el fanatismo se ha erigido en protagonista de las portadas de la prensa escrita y de las aperturas de los telediarios. Y es que, no sé si de un modo exagerado o no, pero todos somos conscientes, aleccionados por las autoridades y esos mismos medios de comunicación, de la amenaza que algunos fanáticos suponen para nuestro modo de vida. Y me gustaría que aquí se fijaran bien en lo que están leyendo: no he dicho fanáticos de qué, sino sólo "algunos fanáticos". 
Y es que en cuanto aparece el término "fanatismo”, todos pensamos en el religioso. Pero ¿es ése el único tipo de fanatismo? ¿Sólo se da en el ámbito de las relaciones de los humanos con el más allá? 
Lo primero que toca para enfrentarse a la reflexión sobre cualquier tema, es saber de qué estamos hablando. Y por eso me pregunto: pero, ¿a qué llamamos fanatismo? 
El fanatismo es una forma de amor. En concreto, de amor a la verdad. Y afinando un poco más, diríamos de un “repugnante amor a la verdad”. Pero no se vayan todavía, aún hay más: del repugnante amor a la verdad que siente el que solamente ama SU verdad. 
Pero este amor, como todo amor, hay que cultivarlo. Y el mejor terreno para el fanatismo lo encontramos en la completa sumisión sin examen personal a unos principios o a la autoridad que los impone o revela. Y así, sobre ese fondo de dogmatismo, va creciendo y haciéndose fuerte hasta llegar a convertirse en un dogmatismo odioso y violento, demasiado seguro de su buena fe y de sus razones como para tolerar las de los otros. Si yo estoy en posesión de la verdad absoluta, la amo apasionada y desmedidamente, ¿cómo admitir que los demás puedan estar en posesión de otra verdad absoluta distinta de la mía? 
Y así ocurre que no existe fanatismo allí donde es posible una demostración (por ejemplo, en matemáticas, o en física). Esto pone "de los nervios" a los fanáticos, que no pueden hacer compartir su certeza a los demás, ni pueden tampoco aceptar que ésta (la certeza que con tanta pasión adoran) no sea cierta. Esta debilidad (porque no reconocer la debilidad de mis opiniones es una debilidad aún mayor) posee al fanático, que se deja arrastrar por ella hasta el punto de considerarla como una fuerza. Y quien cree ser el más fuerte, cree ser el mejor y el elegido para dirigir al resto de la humanidad. 
Por eso todo fanatismo denota falta de empatía. El fanático es incapaz de ponerse en el lugar de los demás, porque los demás están equivocados. Pero es que, además, convierte la defensa de su propia opinión, o la de la autoridad que le impone esa opinión, en un fin superior, un valor en si mismo, al cual se somete y supedita toda su acción: todo es un medio para conseguir ese fin. Aunque para ello tengan que llevarse por delante a aquellos que no comparten su creencia, gusto, afición, opinión. 
Parece claro entonces que el fanatismo no se da sólo en el ámbito de la religión. Lo vemos todos los días en el mundo del fútbol, en política, en todo aquello que, como ya dijimos, no admite demostración que pueda convencer al otro, en todo aquello que, apelando al sentimiento, reclama nuestra adhesión incondicional. 
Tengan cuidado, porque el fanatismo es una actitud que se aprende, una conducta que se repite y se convierte en un hábito adquirido. Nadie está a salvo de ella, a menos que esté dispuesto a exponer sus opiniones al examen y a la crítica por parte de uno mismo y de los demás. 
Tampoco podemos vivir poniendo en duda todo y a todos (incluido uno mismo). El ser humano necesita vivir estando en alguna creencia que sirva de raíz a su vida. La clave está, como nos enseña Ortega y Gasset, en mantenerse dentro de los límites de lo racional. 
Así que ya saben: cuestionen, cuestiónense, e intenten siempre que la fiebre de la opinión no llegue a convertirse en el delirio del fanatismo.

Máscara sobre máscara



Vivimos en un mundo en el que lo que parece contar son las apariencias, y con este término nos referimos a algo tan normal como que, con independencia de nuestro ser, el resto de la gente nos ve de un modo que es nuestro “aparecer” ante los otros.. Una cosa es quién o qué somos, y otra quién o qué somos ante los demás.
Dicho todo esto, ya sé que todos somos auténticos, que a nadie le guste que lo tachen de falso, y que todos y todas nos mostramos tal como somos. Pero, ¿qué es en realidad “ser auténtico”? Ni más ni menos que ser lo que se es. Aparecer ante los demás como uno es... Pero, ¿es ello posible?
De uno u otro modo, vivimos en un continuo carnaval en el que todos nos disfrazamos. Es más, vivimos “vistiendo” varios disfraces, superponiendo unos por encima de otros. Vamos allá.
-        Primer disfraz: Nacemos, como animales que somos (racionales, pero animales, y unos más que otros...), siendo macho o hembra, una diferenciación sexual y biológica que no creo que haga falta aclarar más de lo que ya está por sí misma... Pero, nada más nacer, ya nos “disfrazan” de chico/chica, hombre/mujer, niño/niña,... Entenderán lo que quiero decir si piensan en si vestirían de rosa a un recién nacido “macho”, por ejemplo. Nos encanta, como humanos que somos, clasificar, catalogar, pre-juzgar,... Es intelectualmente económico y deja cada cosa en su sitio, con lo que siempre sabemos con qué contamos a nuestro alrededor.
-        Segundo disfraz: Sobre este primer disfraz, elemental, básico, la sociedad, la familia, el entorno, la escuela, etc., van posteriormente profundizando esta diferencia, y van añadiendo “aderezos” a este primero. Así, el sexo se convierte en género, lo que implica comportamientos distintos. Este proceso va consolidando y dando más “carácter” a ese disfraz, asociando comportamientos determinados a cada uno de los géneros (ya los conocemos: los chicos son más agresivos, las chicas más sensibles; los hombres son más racionales, las mujeres más afectivas; etc.).
-        Tercer disfraz: Vamos madurando y nos vamos identificando con determinados modos de afrontar nuestra existencia y nuestro estar radicados en el mundo. Estos modos son prestados, heredados, copiados,... Incluso aún cuando pensamos y juzgamos que somos los seres más auténticos y originales del mundo mundial, no lo somos tanto. El ser humano aprende por imitación (entre otros métodos), y necesitamos modelos en los que vernos reflejados, y necesitamos grupos en los que sentirnos incluidos... Así, nos incluimos en una tribu urbana, nos hacemos de un determinado equipo de fútbol, o simpatizamos con un determinado partido político,...
-        Cuarto disfraz: Pero no sólo eso. Es que incluso si uno quiere ser auténtico, debe seguir una pauta determinada, si no quiere ser tachado de inauténtico... Curioso, ¿no? Al fin y al cabo, la vida, la sociedad, no es más que una inmensa representación teatral en la que cada uno tenemos asignado, por sorteo (es un decir, claro; a veces es porque cuatro listos lo deciden), un determinado papel. Cada uno de nosotros mantenemos una posición (económica, política, religiosa, cultural,...) en la trama social: es lo que se llama posición social. El hecho de ocupar una posición nos obliga a comportarnos y actuar de una determinada forma: nuestro rol o papel. Cada uno de nosotros debe interpretar su papel de acuerdo con las normas sociales que están asignadas a esa posición y papel. De lo contrario, encontramos el rechazo, la marginación, el dedo señalador (cuando no acusador),...
Así, pues, nuestra autenticidad, en realidad descansa sobre una amplia variedad de notas que nos vienen dadas, impuestas, sugeridas, enseñadas,... que propiamente no son “nuestras”, sino que (la mayor parte de las veces) las hacemos nuestras (por muy variadas razones).
Como ya dijo el genial Oscar Wilde: “Ser natural es la más difícil de las poses”.