jueves, 6 de septiembre de 2012

Confianza

No sé si éste es el momento. O tal vez sea éste precisamente el único adecuado. El caso es que entre primas de riesgo, mercados, puntos básicos, rescates... perdón, líneas de crédito, y demás parafernalia terminológica en la que últimamente nadamos, braceamos, buceamos, nos ahogamos... hay una palabra que nadie se molesta en examinar con detenimiento, pero que, sin embargo, atrae poderosamente mi atención. Les hablo de la confianza. Me gustaría que cruzasen ustedes las reflexiones que les propongo con la realidad que vivimos, a ver qué se les ocurre...
En algún momento de este despropósito en el que vivimos arrastrados desde hace unos cuatro años, se caracterizó la situación como una “crisis de confianza”. Nuestros gobernantes insisten en la necesidad de que se vuelva a confiar en nosotros (será en ellos, porque yo poco puedo hacer para que un inversor de Winifred, Kentucky, confíe e mí)... En fin, confianza por aquí, confianza por allá, pero, ¿de qué estamos hablando?
Para empezar, yo creo que hablamos de un sentimiento. Sí, sí. Un sentimiento. Ya sé que “la confianza hay que ganársela”, y esto suena a que pudiera haber motivos racionales para otorgar nuestra confianza a alguien o algo, o para que alguien confíe en nosotros. Pero piensen un poco: ¿cuántos de ustedes eligen en quién o qué confiar? ¿Cuántos someten el objeto de su confianza (antes de otorgársela) a un análisis racional? ¿Acaso no es cierto que solemos emplear la expresión “inspirar confianza”? ¿Y qué hay de racional en la inspiración? La confianza la sentimos o no la sentimos, pero no decidimos hacer una cosa o la otra, simplemente (como dice el tango) se da. Y como sentimiento que es, es irracional, o, más bien, a-racional. Una buena caracterización de esta renuncia a la racionalidad es la que hace el escritor Henry-Louis Mencken cuando afirma que la confianza es el sentimiento de poder creer a una persona aún sabiendo que nosotros, en su mismo lugar, mentiríamos. Por eso la confianza suele ser ciega, porque cuando confiamos en alguien, a pesar de que con la cabeza supiéramos (o creyéramos saber) que nos pueden estar mintiendo, con el corazón (permítanme la cursilería, que hace mucho que no suelto una) sentimos que nos dicen la verdad (de la verdad y la mentira, ya hablaremos, que dan para mucho...). Luego, después, a posteriori, a toro pasado, ya vendrá la realidad, la “cruda” realidad, nos sacará del error, y empezaremos a hablar de des-confianza (fíjense en el curioso detalle de que sobre el término confianza se crea el de desconfianza, y no al revés...).
A mí ese sentimiento de confianza me remite a otros dos: esperanza y seguridad. Esperanza en que algo suceda o en que alguien actúe de una forma determinada y seguridad de que eso será así. Y aquí es donde empezamos a ensuciar ese sentimiento que parecía tan puro. Porque esa “forma determinada” que esperamos de los actos de otros o de los hechos que han de venir sale de nuestras cabecitas, las ponemos nosotros. De acuerdo en que pueden ser fruto de la experiencia y de la observación de que en la circunstancia A, Fulanito siempre hizo B. Y precisamente de ahí procede esa seguridad que compone la confianza. Pero que Fulanito siempre haya hecho B en la circunstancia A en el pasado, no quiere decir que necesariamente vaya a hacer lo mismo en el futuro... Será más o menos probable, pero nunca seguro (y si alguien tiene tan claro el futuro, que se ponga en contacto conmigo y me diga la combinación de la primitiva...). Por eso siempre confiamos en que las cosas sucederán como nosotros creemos que van a suceder, o que las personas actuarán del modo que nosotros pensamos que van a actuar...
Queda una tercera componente en la cuestión de la confianza. Piensen un poco. ¿No es cierto que siempre que confiamos lo hacemos en algo “positivo”? No me imagino yo a nadie diciendo: “tengo plena confianza en que me pongan los cuernos”. Como decía el torero, “hay gente p’a tó”, pero yo creo que para tanto no hay. Parece que sólo podemos confiar en las buenas personas, pecisamente porque son buenas y no van a defraudar nuestras expectativas. Pues tampoco esto es exacto. Como dijo William Faulkner (otro escritor, y es que los libros enseñan mucho), “se puede confiar en las malas personas: no cambian jamás”. Piensen en la opinión que muchos de ustedes tienen de la clase política, y entenderán perfectamente la cita de Faulkner...
Bien. Todo esto está muy bien. Pero, ¿cómo se obtiene la confianza? ¿cómo se gana uno la confianza de otro u otros? Con hechos. Las palabras pueden inspirar emociones, pero sólo los hechos producen sentimientos; y dado que hemos partido de que la confianza es un sentimiento, sólo los hechos podrán hacerla nacer. Y, como estamos que las regalamos, oiga, las citas literarias, permítanme que les suelte un par de ellas, una de Aristóteles (s. IV a.C.) y otra de Quinto Horacio Flaco (s. I a.C.). “Los discursos inspiran menos confianza que las acciones”, decía Aristóteles. “Las muchas promesas disminuyen la confianza”, dijo Flaco. Sobra decir que por mucha autoridad que tuvieran uno y otro, pudieron equivocarse, pero si veintiún siglos después sus pensamientos siguen teniendo actualidad, por algo será...

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