martes, 4 de agosto de 2015

¿Loco? No: inteligente

Año 2000: un hombre invierte 70.000 € en la creación de una empresa de venta por internet de platos preparados.
Supongo que tuvo claro desde un principio qué era lo que estaba poniendo en marcha. Tenía claro que era una organización, es decir, un todo complejo en el que la acción de cada parte se refleja en el funcionamiento del todo, de modo que la única manera de garantir el exitoso objetivo de hacer crecer el todo pasa por la implicación "hasta las trancas" de las partes...
Por ello nuestro hombre (pongámosle nombre: Nevzat Aydin) no se comporta como el empresario al uso al que estamos acostumbrados aquí, en este nuestro país (y digo nuestro, porque utilizar el adjetivo que se me viene a la cabeza sería indecoroso e inapropiado). Es decir, no intenta aprovecharse de sus trabajadores. Ni los amenaza con despidos si no siguen sus, la mayor parte de las veces desacertadas, indicaciones. Ni intenta escaquear de su salario todo lo que puede para así aumentar el benefico, personal o de la empresa...
Año 2015: el mismo hombre que había invertido 70.000 € la vende por más de 500.000.000 €.
Pero como este señor tiene muy claro el concepto de empresa que tiene futuro, y en función de ese concepto desarrolló su actividad empresarial, decide repartir una parte (mínima, sí, pero...) del beneficio obtenido con la venta entre sus empleados, pues entiende que ellos son parte activa del éxito de la empresa. Y tiene razón. Y seguramente, este nuestro hombre cuidó a sus trabajadores, por lo que éstos sintieron que formaban parte de ese organismo que es la empresa, y que cuanto mejor hicieran su trabajo, mejor le iría al conjunto... Y seguramente, el señor Aydin recompensó a lo largo de los años a sus empleados por esta implicación, lo que motivaba a los trabajadores a hacerlo cada día mejor... 
Más allá del caso concreto, lo que esto demuestra es que se puede hacer sin que eso suponga la ruína del empresariado...
Pero, claro, de lo que estamos hablando es de "cultura empresarial". Algo de lo que, desafortunadamente, la mayoría de los medianos y grandes empresarios de este nuestro país, carece. Es cultura y sentido ético. No locura.

NOTA ACLARATORIA: Abusando de la paciencia del lector, y en un alarde de pedantería, me permito llamar la atención sobre el hecho de que hablo de "cultura" empresarial y no sólo de "ética" empresarial. Prefiero hacerlo así, porque creo que la falta de ética en la empresa (al menos en este país) forma parte de su carácter, por lo que lo que se hace necesario es un cambio radical de éste, cambio que debe manifestarse en todos los niveles organizativos de la empresa. La ética empresarial entiendo que forma parte de la más amplia cultura empresarial. De ahí que opte por esta última, entendiendo que está implicada también la ética en ella...

jueves, 30 de julio de 2015

El problema de tener las cosas claras

1. Formulación del principio
No sé si será deformación profesional, o malformación vocacional, pero el caso es que no tengo nada claro. Me ocurre lo que proclama la imagen: que cuando supero mis dudas, es siempre para estar seguro de que no sé.
Pero no crean que esto me ocasiona ningún problema, ni que yo lo vivo como una limitación. No. Es precisamente este perpetuo no saber lo que me permite abrirme a aprender cada día algo nuevo, a descubrir nuevos aspectos de la realidad desde nuevas perspectivas...
Lo que sí me preocupa es encontrarme con personas que lo tienen todo muy claro. Esta especie de "lucidez" de la que algunos hacen gala, conduce inexorablemente a la intolerancia, la inflexibilidad, la arrogancia,... y va siempre de la mano de la ignorancia.
Tenerlo claro implica no estar nunca dispuesto a admitir el propio error y, por lo tanto, hace imposible su rectificación en el caso de que ésta fuese necesaria.
Tenerlo todo muy claro supone vivir encorsetado en un marco teórico-intelectual en el cual aquello que no tiene cabida no tiene valor, o, llevado al extremo, no existe...
Cuando uno no tiene las cosas claras, está abierto al diálogo con el otro, a escuchar, valorar, admitir o rechazar nuevas ideas, o ideas distintas a las de uno.
Cuando uno lo tiene todo clarísimo, no necesita escuchar a nadie, ni necesita que nadie le aporte nada, pues esa claridad llena su vida y sus actos.
Cuando dos o más lo tienen todo muy claro, pero no tienen claro lo mismo, el conflicto está servido, y pensando que la razón asiste a cada uno en sus convicciones, y dado que lo que es racional se impone con evidencia a todo el mundo, surge el enfrentamiento entre todos ellos para tratar de imponer "su" verdad, clara y diáfana.
Cuando uno lo tiene todo claro, y la vida se empeña en bordear esa claridad, el conflicto se internaliza, y el individuo en cuestión se escinde de sí mismo, entrando en batalla consigo mismo. Surgen ahí las frustraciones, los malestares, las crisis personales...
Ser consciente de que no sé, de que no lo tengo claro, forma parte de mi imperfección como humano, la cual me hace precisamente humano, frente a la infalibilidad de lo divino...

2. Aplicación teórica del principio
Todos guiamos nuestras vidas por principios morales. Cuando éstos son inflexibles, vivimos encorsetados, restando posibilidades a nuestra propia vida. ¡Cuántas veces no habremos oído a alguien proclamar con absoluta convicción aquello de que "mis principios me impiden hacer eso"!
Unos principios que limitan y coartan mi libertad responsable, no son dignos de llamarse principios, por muy morales que puedan ser considerados. Y como es imposible la moralidad sin la libertad (sólo puedo obrar moralmente cuando puedo elegir entre hacer y no hacer...), es evidente que, aún a pesar de su apariencia, tales principios no podrían ser considerados morales.

3. Aplicación práctica del principio
Leo en la prensa, con estupefacción, que se ha elegido como candidato para presidir una comunidad autónoma que próximamente celebrará elecciones, a una persona determinada (cuyo historial de despropósitos no tiene desperdicio) fundamentando precisamente su validez como candidato en el hecho de que "tiene las ideas claras". ¡Qué miedo! ¿Con qué talante y espíritu democrático este hombre se va a sentar a escuchar a nadie? ¿Qué respeto mostrará por las minorías que no tienen las mismas ideas claras que él?
No está en mi ánimo comparar, pero Stalin, Hitler, Pinochet, Franco,... tenían las ideas muy, muy claras. Las suyas. Y a los que no tuvieron las mismas claras ideas que ellos, intentaron imponérselas en el mejor de los casos. En la mayoría, intentaron hacerlas desaparecer por vía expeditiva...
Repito, ¡qué miedo!

miércoles, 25 de febrero de 2015

Prejuicios sin prejuicios

 “Nuestra sociedad presume de hallarse libre de prejuicios religiosos, raciales, sexuales, políticos y sociales: se jacta de ser una sociedad liberadora.”
No lo digo yo. Lo afirmaba hace treinta años el psicólogo y premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, el profesor José Luís Pinillos. Aunque a continuación aclaraba que esto no era del todo cierto. Y no se refería al hecho de que alardeemos de no tener prejuicios, sino a que no es del todo verdad que no los tengamos.
Desde que el mundo es mundo los hombres y mujeres que lo habitan han manejado un amplio repertorio de opiniones “infundadas y recalcitrantes”, es decir, han asumido una cierta cantidad de información de modo irreflexivo, y sin molestarse en comprobar su veracidad. Y no está claro que esa cantidad sea menor hoy que ayer.
Lo que sí parece cierto, y así lo constata el profesor Pinillos, es que se ha añadido a ese montón de información precocinada un nuevo dato: el empeño en negar la existencia de prejuicios. Y ya puestos en plan pedante, yo denominaría a eso el “meta-pre-juicio” consistente en creer que se puede vivir sin prejuicios. Pero, ¿podemos? La respuesta es que no: no podemos vivir sin pre-juicios. Vayamos por partes y comencemos por saber a qué nos referimos.
Según la Real Academia de la Lengua Española, un prejuicio es una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”. A poco que nos fijemos, vemos que la palabra pre-juicio se refiere a un juicio previo, a un juicio en el que la sentencia está ya dictada antes de su celebración. Y, además, la definición incluye la aclaración de que ese dictamen previo es, por lo general, desfavorable. Esto quiere decir que los favoritismos no serían prejuicios. Al menos en el diccionario. Pero en la realidad, sí lo son, ¿o no? ¿No es juicio previo a toda comprobación el dar por hecho que algo es bueno por el hecho de que nos agrade? Yo creo que sí. Por eso, me voy a centrar en la idea general de pre-juicio como opinión precipitada y parcial, a la vez que pertinaz (como la sequía de antaño).
Si tuviéramos que caracterizar los prejuicios, tendríamos que hacer referencia a una serie de notas que les dan carácter. Y así, a poco que pensemos, nos daremos cuenta de que en todo prejuicio hay una cierta dosis de precipitación, dado que, a la hora de mantener una opinión, no esperamos a encontrar razones que la justifiquen. Nos lanzamos al monte, ancha es Castilla, y ahí me las den todas (me apetecía introducir aquí unos cuantos tópicos, sin esperar a ver el resultado..., ya ven, un pre-juicio). Es más, aunque encontráramos tales fundamentaciones, nos mantendríamos ajenos a ellas, como si vistiésemos un impermeable que la razón no puede traspasar. Y ello debido a la falta de deliberación, que caracteriza a los pre-juicios. Una vez que tenemos una opinión previa sobre algo, la mantenemos contra viento y marea... Bueno, venga. Concedo que no todo el mundo actúa así, irreflexivamente. Pero aún así, el  hecho es que cuando nos manejamos con ideas preconcebidas, éstas, dado que preceden a todo juicio, están ahí, gravitando sobre él y condicionándolo, e incluso deteriorándolo (el juicio, se entiende).
Ahora ya está claro por qué a ninguno nos gusta reconocer que nos movemos por el mundo con algún que otro prejuicio en la mochila. Pero no puede ser de otro modo. En nuestra vida podemos “tirar p’alante” porque nos apoyamos en un inmenso repertorio de presunciones que asumimos sin deliberación ni justificación, y que, sin embargo, no son prejuicios en el sentido fuerte del término: son esas “cosas” con las que contamos y que, de no producirse como las tenemos preconcebidas, nos dejarían con la boca abierta y cara de poco espabilados. Imagínense que al ir a salir de su casa, al abrir la puerta, se encontrasen con que el resto del edificio ha desaparecido. Sí, ya sé que es un ejemplo un poco raro, pero hagan el esfuerzo. Esa es una de las cosas que damos por hecho que no van a suceder, y por eso nunca miramos si está la escalera. Pero estas “creencias” en las que vivimos son necesarias precisamente para vivir. No somos conscientes de ellas como tampoco tenemos conciencia de que respiramos, hasta que nos falta el aire, claro, que entonces nos concienciamos a la velocidad del rayo...
Pero, ¿y esos prejuicios que parece que no aportan nada? ¿Por qué nos aferramos a veces a opiniones infundadas? Pues porque son, a su manera, útiles. Desempeñan una función en nuestra vida. Y dirán ustedes: “¿ah, sí? ¿Y cual, si se puede saber? (díganlo, díganlo). Pues miren, fundamentalmente representan una comodísima economía mental, dado que son procesos simplistas de categorización. Dicho “pa que nos entendamos”: que la realidad es muy variada, muy diversa, cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas. Por eso es muy fácil poder reducir toda esa realidad, todas esas cosas, a unos cuantos “tipos” (en fino, categorías). Así,  hablamos de los negros, los gallegos, los gays, los catalanes,... Y si, además, atribuimos a cada grupito unos caracteres determinados, mejor que mejor, pues eso será una ayudita para la memoria. Así, si sé que los catalanes son “agarrados” (perdónenme, se lo suplico, sólo es un ejemplo), cuando conozco a Pedro, que es catalán, ya sé muchas cosas de él, y sabré lo que puedo esperar de él, y... en fin, ¡una bicoca!. Y no les digo nada cuando mi prejuicio me permite mantener mis privilegios (que les pregunten a los amos de los esclavos negros en su momento).
En definitiva, la función del prejuicio es reemplazar la realidad de las cosas por una imagen simplificada y conveniente para quien la mantiene. Y es que no debemos olvidar que el hombre no responde tanto a lo que son las cosas en sí mismas, como a la idea que tiene de ellas. Y sin esa idea no podríamos vivir.