miércoles, 25 de febrero de 2015

Prejuicios sin prejuicios

 “Nuestra sociedad presume de hallarse libre de prejuicios religiosos, raciales, sexuales, políticos y sociales: se jacta de ser una sociedad liberadora.”
No lo digo yo. Lo afirmaba hace treinta años el psicólogo y premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, el profesor José Luís Pinillos. Aunque a continuación aclaraba que esto no era del todo cierto. Y no se refería al hecho de que alardeemos de no tener prejuicios, sino a que no es del todo verdad que no los tengamos.
Desde que el mundo es mundo los hombres y mujeres que lo habitan han manejado un amplio repertorio de opiniones “infundadas y recalcitrantes”, es decir, han asumido una cierta cantidad de información de modo irreflexivo, y sin molestarse en comprobar su veracidad. Y no está claro que esa cantidad sea menor hoy que ayer.
Lo que sí parece cierto, y así lo constata el profesor Pinillos, es que se ha añadido a ese montón de información precocinada un nuevo dato: el empeño en negar la existencia de prejuicios. Y ya puestos en plan pedante, yo denominaría a eso el “meta-pre-juicio” consistente en creer que se puede vivir sin prejuicios. Pero, ¿podemos? La respuesta es que no: no podemos vivir sin pre-juicios. Vayamos por partes y comencemos por saber a qué nos referimos.
Según la Real Academia de la Lengua Española, un prejuicio es una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se conoce mal”. A poco que nos fijemos, vemos que la palabra pre-juicio se refiere a un juicio previo, a un juicio en el que la sentencia está ya dictada antes de su celebración. Y, además, la definición incluye la aclaración de que ese dictamen previo es, por lo general, desfavorable. Esto quiere decir que los favoritismos no serían prejuicios. Al menos en el diccionario. Pero en la realidad, sí lo son, ¿o no? ¿No es juicio previo a toda comprobación el dar por hecho que algo es bueno por el hecho de que nos agrade? Yo creo que sí. Por eso, me voy a centrar en la idea general de pre-juicio como opinión precipitada y parcial, a la vez que pertinaz (como la sequía de antaño).
Si tuviéramos que caracterizar los prejuicios, tendríamos que hacer referencia a una serie de notas que les dan carácter. Y así, a poco que pensemos, nos daremos cuenta de que en todo prejuicio hay una cierta dosis de precipitación, dado que, a la hora de mantener una opinión, no esperamos a encontrar razones que la justifiquen. Nos lanzamos al monte, ancha es Castilla, y ahí me las den todas (me apetecía introducir aquí unos cuantos tópicos, sin esperar a ver el resultado..., ya ven, un pre-juicio). Es más, aunque encontráramos tales fundamentaciones, nos mantendríamos ajenos a ellas, como si vistiésemos un impermeable que la razón no puede traspasar. Y ello debido a la falta de deliberación, que caracteriza a los pre-juicios. Una vez que tenemos una opinión previa sobre algo, la mantenemos contra viento y marea... Bueno, venga. Concedo que no todo el mundo actúa así, irreflexivamente. Pero aún así, el  hecho es que cuando nos manejamos con ideas preconcebidas, éstas, dado que preceden a todo juicio, están ahí, gravitando sobre él y condicionándolo, e incluso deteriorándolo (el juicio, se entiende).
Ahora ya está claro por qué a ninguno nos gusta reconocer que nos movemos por el mundo con algún que otro prejuicio en la mochila. Pero no puede ser de otro modo. En nuestra vida podemos “tirar p’alante” porque nos apoyamos en un inmenso repertorio de presunciones que asumimos sin deliberación ni justificación, y que, sin embargo, no son prejuicios en el sentido fuerte del término: son esas “cosas” con las que contamos y que, de no producirse como las tenemos preconcebidas, nos dejarían con la boca abierta y cara de poco espabilados. Imagínense que al ir a salir de su casa, al abrir la puerta, se encontrasen con que el resto del edificio ha desaparecido. Sí, ya sé que es un ejemplo un poco raro, pero hagan el esfuerzo. Esa es una de las cosas que damos por hecho que no van a suceder, y por eso nunca miramos si está la escalera. Pero estas “creencias” en las que vivimos son necesarias precisamente para vivir. No somos conscientes de ellas como tampoco tenemos conciencia de que respiramos, hasta que nos falta el aire, claro, que entonces nos concienciamos a la velocidad del rayo...
Pero, ¿y esos prejuicios que parece que no aportan nada? ¿Por qué nos aferramos a veces a opiniones infundadas? Pues porque son, a su manera, útiles. Desempeñan una función en nuestra vida. Y dirán ustedes: “¿ah, sí? ¿Y cual, si se puede saber? (díganlo, díganlo). Pues miren, fundamentalmente representan una comodísima economía mental, dado que son procesos simplistas de categorización. Dicho “pa que nos entendamos”: que la realidad es muy variada, muy diversa, cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas. Por eso es muy fácil poder reducir toda esa realidad, todas esas cosas, a unos cuantos “tipos” (en fino, categorías). Así,  hablamos de los negros, los gallegos, los gays, los catalanes,... Y si, además, atribuimos a cada grupito unos caracteres determinados, mejor que mejor, pues eso será una ayudita para la memoria. Así, si sé que los catalanes son “agarrados” (perdónenme, se lo suplico, sólo es un ejemplo), cuando conozco a Pedro, que es catalán, ya sé muchas cosas de él, y sabré lo que puedo esperar de él, y... en fin, ¡una bicoca!. Y no les digo nada cuando mi prejuicio me permite mantener mis privilegios (que les pregunten a los amos de los esclavos negros en su momento).
En definitiva, la función del prejuicio es reemplazar la realidad de las cosas por una imagen simplificada y conveniente para quien la mantiene. Y es que no debemos olvidar que el hombre no responde tanto a lo que son las cosas en sí mismas, como a la idea que tiene de ellas. Y sin esa idea no podríamos vivir.