Viene a cuento la cita de Diderot (uno de los padres
de la gran Enciclopedia francesa del s. XVIII) porque de un tiempo a esta
parte, el fanatismo se ha erigido en protagonista de las portadas de la prensa
escrita y de las aperturas de los telediarios. Y es que, no sé si de un modo
exagerado o no, pero todos somos conscientes, aleccionados por las autoridades y
esos mismos medios de comunicación, de la amenaza que algunos fanáticos suponen
para nuestro modo de vida. Y me gustaría que aquí se fijaran bien en lo que están
leyendo: no he dicho fanáticos de qué, sino sólo "algunos fanáticos".
Y es que en cuanto aparece el término "fanatismo”,
todos pensamos en el religioso. Pero ¿es ése el único tipo de fanatismo? ¿Sólo se
da en el ámbito de las relaciones de los humanos con el más allá?
Lo primero que toca para enfrentarse a la reflexión
sobre cualquier tema, es saber de qué estamos hablando. Y por eso me pregunto:
pero, ¿a qué llamamos fanatismo?
El fanatismo es una forma de amor. En concreto, de
amor a la verdad. Y afinando un poco más, diríamos de un “repugnante amor a la
verdad”. Pero no se vayan todavía, aún hay más: del repugnante amor a la verdad
que siente el que solamente ama SU verdad.
Pero este amor, como todo amor, hay que cultivarlo. Y
el mejor terreno para el fanatismo lo encontramos en la completa sumisión sin
examen personal a unos principios o a la autoridad que los impone o revela. Y
así, sobre ese fondo de dogmatismo, va creciendo y haciéndose fuerte hasta
llegar a convertirse en un dogmatismo odioso y violento, demasiado seguro de su buena fe y de sus razones como
para tolerar las de los otros. Si yo estoy en posesión de la verdad absoluta, la
amo apasionada y desmedidamente, ¿cómo admitir que los demás puedan estar en
posesión de otra verdad absoluta distinta de la mía?
Y así ocurre que no existe fanatismo allí donde es
posible una demostración (por ejemplo, en matemáticas, o en física). Esto pone
"de los nervios" a los fanáticos, que no pueden hacer compartir su
certeza a los demás, ni pueden tampoco aceptar que ésta (la certeza que con
tanta pasión adoran) no sea cierta. Esta debilidad (porque no reconocer la
debilidad de mis opiniones es una debilidad aún mayor) posee al fanático, que
se deja arrastrar por ella hasta el punto de considerarla como una fuerza. Y quien cree ser el
más fuerte, cree ser el mejor y el elegido para dirigir al resto de la humanidad.
Por eso todo fanatismo denota falta de empatía. El
fanático es incapaz de ponerse en el lugar de los demás, porque los demás están
equivocados. Pero es que, además, convierte la defensa de su propia opinión, o
la de la autoridad que le impone esa opinión, en un fin superior, un valor en
si mismo, al cual se somete y supedita toda su acción: todo es un medio para
conseguir ese fin. Aunque para ello tengan que llevarse por delante a aquellos
que no comparten su creencia, gusto, afición, opinión.
Parece claro entonces que el fanatismo no se da sólo
en el ámbito de la religión. Lo vemos todos los días en el mundo del fútbol, en
política, en todo aquello que, como ya dijimos, no admite demostración que
pueda convencer al otro, en todo aquello que, apelando al sentimiento, reclama
nuestra adhesión incondicional.
Tengan cuidado, porque el fanatismo es una actitud que
se aprende, una conducta que se repite y se convierte en un hábito adquirido.
Nadie está a salvo de ella, a menos que esté dispuesto a exponer sus opiniones
al examen y a la crítica por parte de uno mismo y de los demás.
Tampoco podemos vivir poniendo en duda todo y a todos
(incluido uno mismo). El ser humano necesita vivir estando en alguna creencia
que sirva de raíz a su vida. La clave está, como nos enseña Ortega y Gasset, en
mantenerse dentro de los límites de lo racional.
Así que ya saben: cuestionen, cuestiónense, e intenten
siempre que la fiebre de la opinión no llegue a convertirse en el delirio del fanatismo.