“Nuestra sociedad
presume de hallarse libre de prejuicios religiosos, raciales, sexuales,
políticos y sociales: se jacta de ser una sociedad liberadora.”
No lo digo yo. Lo
afirmaba hace treinta años el psicólogo y premio
Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, el profesor José Luís Pinillos.
Aunque a continuación aclaraba que esto no era del todo cierto. Y no se refería
al hecho de que alardeemos de no tener prejuicios, sino a que no es del todo
verdad que no los tengamos.
Desde que el mundo
es mundo los hombres y mujeres que lo habitan han manejado un amplio repertorio
de opiniones “infundadas y
recalcitrantes”, es decir, han asumido una cierta cantidad de información
de modo irreflexivo, y sin molestarse en comprobar su veracidad. Y no está
claro que esa cantidad sea menor hoy que ayer.
Lo que sí parece
cierto, y así lo constata el profesor Pinillos, es que se ha añadido a ese
montón de información precocinada un nuevo dato: el empeño en negar la
existencia de prejuicios. Y ya puestos en plan pedante, yo denominaría a eso el
“meta-pre-juicio” consistente en
creer que se puede vivir sin prejuicios. Pero, ¿podemos? La respuesta es que no:
no podemos vivir sin pre-juicios. Vayamos por partes y comencemos por saber a
qué nos referimos.
Según la Real
Academia de la Lengua Española, un prejuicio es una “opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo
que se conoce mal”. A poco que nos fijemos, vemos que la palabra pre-juicio
se refiere a un juicio previo, a un juicio en el que la sentencia está ya
dictada antes de su celebración. Y, además, la definición incluye la aclaración
de que ese dictamen previo es, por lo general, desfavorable. Esto quiere decir
que los favoritismos no serían
prejuicios. Al menos en el diccionario. Pero en la realidad, sí lo son, ¿o no?
¿No es juicio previo a toda comprobación el dar por hecho que algo es bueno por
el hecho de que nos agrade? Yo creo que sí. Por eso, me voy a centrar en la
idea general de pre-juicio como opinión precipitada y parcial, a la vez que
pertinaz (como la sequía de antaño).
Si tuviéramos que
caracterizar los prejuicios, tendríamos que hacer referencia a una serie de
notas que les dan carácter. Y así, a poco que pensemos, nos daremos cuenta de
que en todo prejuicio hay una cierta dosis de precipitación, dado que, a la
hora de mantener una opinión, no esperamos a encontrar razones que la justifiquen.
Nos lanzamos al monte, ancha es Castilla, y ahí me las den todas (me apetecía introducir aquí unos cuantos
tópicos, sin esperar a ver el resultado..., ya ven, un pre-juicio). Es más,
aunque encontráramos tales fundamentaciones, nos mantendríamos ajenos a ellas,
como si vistiésemos un impermeable que la razón no puede traspasar. Y ello
debido a la falta de deliberación, que caracteriza a los pre-juicios. Una vez
que tenemos una opinión previa sobre algo, la mantenemos contra viento y marea...
Bueno, venga. Concedo que no todo el mundo actúa así, irreflexivamente. Pero
aún así, el hecho es que cuando nos
manejamos con ideas preconcebidas, éstas, dado que preceden a todo juicio,
están ahí, gravitando sobre él y condicionándolo, e incluso deteriorándolo (el
juicio, se entiende).
Ahora ya está claro
por qué a ninguno nos gusta reconocer que nos movemos por el mundo con algún
que otro prejuicio en la mochila. Pero no puede ser de otro modo. En nuestra
vida podemos “tirar p’alante” porque
nos apoyamos en un inmenso repertorio de presunciones que asumimos sin
deliberación ni justificación, y que, sin embargo, no son prejuicios en el
sentido fuerte del término: son esas “cosas”
con las que contamos y que, de no producirse como las tenemos preconcebidas,
nos dejarían con la boca abierta y cara de poco espabilados. Imagínense que al
ir a salir de su casa, al abrir la puerta, se encontrasen con que el resto del
edificio ha desaparecido. Sí, ya sé que es un ejemplo un poco raro, pero hagan
el esfuerzo. Esa es una de las cosas que damos por hecho que no van a suceder,
y por eso nunca miramos si está la escalera. Pero estas “creencias” en las que
vivimos son necesarias precisamente para vivir. No somos conscientes de ellas
como tampoco tenemos conciencia de que respiramos, hasta que nos falta el aire,
claro, que entonces nos concienciamos a la velocidad del rayo...
Pero, ¿y esos
prejuicios que parece que no aportan nada? ¿Por qué nos aferramos a veces a
opiniones infundadas? Pues porque son, a su manera, útiles. Desempeñan una
función en nuestra vida. Y dirán ustedes: “¿ah,
sí? ¿Y cual, si se puede saber? (díganlo, díganlo). Pues miren,
fundamentalmente representan una comodísima economía
mental, dado que son procesos simplistas de categorización. Dicho “pa que nos entendamos”: que la realidad
es muy variada, muy diversa, cada uno es cada uno y tiene sus cadaunadas. Por
eso es muy fácil poder reducir toda esa realidad, todas esas cosas, a unos
cuantos “tipos” (en fino, categorías). Así,
hablamos de los negros, los gallegos,
los gays, los catalanes,... Y si, además, atribuimos a cada grupito unos
caracteres determinados, mejor que mejor, pues eso será una ayudita para la
memoria. Así, si sé que los catalanes son “agarrados” (perdónenme, se lo
suplico, sólo es un ejemplo), cuando conozco a Pedro, que es catalán, ya sé
muchas cosas de él, y sabré lo que puedo esperar de él, y... en fin, ¡una
bicoca!. Y no les digo nada cuando mi prejuicio me permite mantener mis
privilegios (que les pregunten a los amos de los esclavos negros en su
momento).
En definitiva, la
función del prejuicio es reemplazar la realidad de las cosas por una imagen
simplificada y conveniente para quien la mantiene. Y es que no debemos olvidar
que el hombre no responde tanto a lo que son las cosas en sí mismas, como a la
idea que tiene de ellas. Y sin esa idea no podríamos vivir.