No creo que les anuncie nada nuevo si les hago reparar en algo que ya se veía venir desde hace algún tiempo: ya está aquí la Navidad. En esto estaremos todos de acuerdo, aunque no todos lo interpretemos del mismo modo: caer en la cuenta de que “ya está aquí la Navidad”, induce diversos y distintos estados de ánimo en las diferentes personas que todos somos.
Así, las primeras sensaciones que tenemos ante la constatación del hecho son asombro y desasosiego ante la fugacidad del tiempo. Para entendernos, que “¡hay que ver lo rápido que pasó este año!”. Algún día hablaremos en serio de ello, pero sí es cierto que cuanto más pasado tenemos, menos futuro esperamos, y el reloj acelera su marcha.
A la sorpresa le sigue la frustración, pues en este momento adquirimos conciencia de todos aquellos propósitos que hiciéramos al comenzar el año y que quedaron en eso, en propósitos. Y de modo casi natural, nos asalta la decisión, que se traduce en la actualización de esos proyectos, pero contemplados ahora como si fuesen algo novedoso, y aplazados a este nuevo 1 de enero que está por llegar.
Es en este momento cuando les toca salir a escena a dos estados de ánimo que, aunque aparentemente contradictorios, se complementan en nuestra vida como las dos caras en una moneda. Me refiero a la alegría y a la tristeza. Alegría, porque se reunirá toda la familia, lo cual no deja de ser sorprendente pues pareciera que las familias solamente tuviesen ocasión de compartir mesa y mantel una noche al año… Digo yo, ¿entonces a qué viene este empeño? ¿Es que el resto del año vivimos de espaldas a la familia? Yo creo que no. Y tristeza, porque el hecho de pensar en reunir a toda la familia nos hace creer que echaremos de menos a aquellos que ya no están. Otra… (le llamaría hipocresía, pero no quisiera que alguien se ofendiese) “cosa extraña”. Porque, o tenemos mucha capacidad de dominio sobre nuestros propios sentimientos y somos capaces de sentir la ausencia cuando lo deseamos, o bien a los ausentes los echamos de menos todo el año, día a día, en cada pequeño detalle que jalona nuestra vida…
Una vez superadas estas etapas del viaje hacia la Navidad, nos encontramos de pronto invadidos por una curiosa sensación: estamos poseídos por una arrebatadora disposición a la generosidad. Pero, como en un adelantado Carnaval, este espíritu dadivoso nos es más que el disfraz con el que vestimos la irracional fiebre consumista que, al igual que el virus de la gripe, nos contamina por estas fechas. Los síntomas, todos los conocemos: preocupación por qué regalaremos, especial cuidado en los manjares que adornarán nuestra mesa la noche de Nochebuena, compulsivo e irreflexivo manejo de las tarjetas bancarias, etc. Y todo esto, ¿para quién? ¿A quién va dirigido? A aquellos a quienes queremos. Pero resulta que dar algo desinteresadamente a quienes queremos no es generosidad, es amor. Somos generosos cuando damos lo que necesita, a quien lo necesita y cuando lo necesita. Claro que con esto dejamos cubierta nuestra cuota de virtud para una buena temporada. Hasta octubre del próximo año, más o menos, momento en que volverán a anunciarnos las fechas que se avecinan.
Aunque, al paso que vamos, tal vez dentro de algunos años se adelantará tanto la promoción de esta época que a 7 de enero estaremos comprando lotería y diciendo: “¡ya está aquí la Navidad!”.
Julio González
Así, las primeras sensaciones que tenemos ante la constatación del hecho son asombro y desasosiego ante la fugacidad del tiempo. Para entendernos, que “¡hay que ver lo rápido que pasó este año!”. Algún día hablaremos en serio de ello, pero sí es cierto que cuanto más pasado tenemos, menos futuro esperamos, y el reloj acelera su marcha.
A la sorpresa le sigue la frustración, pues en este momento adquirimos conciencia de todos aquellos propósitos que hiciéramos al comenzar el año y que quedaron en eso, en propósitos. Y de modo casi natural, nos asalta la decisión, que se traduce en la actualización de esos proyectos, pero contemplados ahora como si fuesen algo novedoso, y aplazados a este nuevo 1 de enero que está por llegar.
Es en este momento cuando les toca salir a escena a dos estados de ánimo que, aunque aparentemente contradictorios, se complementan en nuestra vida como las dos caras en una moneda. Me refiero a la alegría y a la tristeza. Alegría, porque se reunirá toda la familia, lo cual no deja de ser sorprendente pues pareciera que las familias solamente tuviesen ocasión de compartir mesa y mantel una noche al año… Digo yo, ¿entonces a qué viene este empeño? ¿Es que el resto del año vivimos de espaldas a la familia? Yo creo que no. Y tristeza, porque el hecho de pensar en reunir a toda la familia nos hace creer que echaremos de menos a aquellos que ya no están. Otra… (le llamaría hipocresía, pero no quisiera que alguien se ofendiese) “cosa extraña”. Porque, o tenemos mucha capacidad de dominio sobre nuestros propios sentimientos y somos capaces de sentir la ausencia cuando lo deseamos, o bien a los ausentes los echamos de menos todo el año, día a día, en cada pequeño detalle que jalona nuestra vida…
Una vez superadas estas etapas del viaje hacia la Navidad, nos encontramos de pronto invadidos por una curiosa sensación: estamos poseídos por una arrebatadora disposición a la generosidad. Pero, como en un adelantado Carnaval, este espíritu dadivoso nos es más que el disfraz con el que vestimos la irracional fiebre consumista que, al igual que el virus de la gripe, nos contamina por estas fechas. Los síntomas, todos los conocemos: preocupación por qué regalaremos, especial cuidado en los manjares que adornarán nuestra mesa la noche de Nochebuena, compulsivo e irreflexivo manejo de las tarjetas bancarias, etc. Y todo esto, ¿para quién? ¿A quién va dirigido? A aquellos a quienes queremos. Pero resulta que dar algo desinteresadamente a quienes queremos no es generosidad, es amor. Somos generosos cuando damos lo que necesita, a quien lo necesita y cuando lo necesita. Claro que con esto dejamos cubierta nuestra cuota de virtud para una buena temporada. Hasta octubre del próximo año, más o menos, momento en que volverán a anunciarnos las fechas que se avecinan.
Aunque, al paso que vamos, tal vez dentro de algunos años se adelantará tanto la promoción de esta época que a 7 de enero estaremos comprando lotería y diciendo: “¡ya está aquí la Navidad!”.
Julio González
Betanzos, diciembre de 2006
No hay comentarios:
Publicar un comentario